Para quien no esté familiarizado con el término, la obsolescencia programada hace alusión al deterioro planificado y sistemático al que está sometido casi cualquier producto en nuestra sociedad. El fabricante crea, digamos, una lavadora, y esta se estropeará a los cinco años. Hagamos lo que hagamos, la cuidemos mejor o peor, a los cinco años dejará de funcionar.
La idea surgió tras la Gran Depresión, cuando las empresas buscaban “nuevas formas de estimular la economía”. En los años 50 el término adquirió una gran popularidad y hoy en día es imposible encontrar un producto que no esté sometido a ella.
El otro día, cuando mi impresora murió a causa de este proceso, estoy convencido de que fue debido a ello ya que no la he tratado excesivamente mal, al menos que yo sepa, no pude evitar pensar en el tema. Y cuando más tarde vi, como suele ser habitual, el desfile de noticias cuidadosamente tratadas de los noticiarios matinales, la impresora y el adoctrinamiento se fusionaron en mi cabeza.
Porque la obsolescencia programada se refiere solo a los objetos, pero ¿y si se nos está aplicando también a los seres humanos? Cada vez somos más tolerantes a la violencia y el autoritarismo, renunciamos más fácilmente a nuestros derechos y nos insensibilizamos sin pestañear ante todo lo que ocurre a nuestro alrededor. Puede, al fin y al cabo, que nuestros fabricantes sociales (con la educación y el adoctrinamiento como herramientas) se hayan hecho acopio de tan exitosa idea.
Pensémoslo bien. ¿En qué se diferencia un teléfono móvil que ha sido programado para dejar de funcionar en dos años de una persona que ha sido educada para dejar de pensar en el mismo periodo de tiempo? En que uno es un móvil, un objeto inanimado, y otro un ser humano, pero ahí se acaban todas las diferencias.
Como el móvil o electrodoméstico en cuestión responde a su programación para irse deteriorando progresivamente, nosotros respondemos a una programación educacional cuyo objetivo es la sumisión y la insensibilización. No nos apagamos, claro, pero una persona también puede morir viva. Cuando hemos llegado a un punto en el que la corrupción de nuestros gobiernos no nos altera lo más mínimo, la agresión de nuestros vecinos no susurra nada en nuestras cabezas y la carencia de libertades individuales ya no nos supone un problema, nos hemos convertido en máquinas programadas para apagarse, nos han quitado nuestras funciones principales (humanidad, pensamiento, libertad, amor, empatía) y solo somos trastos inútiles amontonados en el vertedero que llamamos sociedad.
Y así, como basura, nos vamos degradando progresivamente en una vida vacía e inservible, tan solo aparentemente completa por aditivos baratos como la televisión, el dinero, los nuevos juguetitos de las nuevas tecnologías y las realidades cuidadosamente manipuladas que aceptamos cómodamente, mientras nuestro cuerpo y nuestra mente se descomponen hasta desaparecer.
Sin embargo, hay otra diferencia. Algo más nos hace distintos de esa basura fruto de la obsolescencia programada. Se llama humanidad, y es el botón mágico que ningún aparato tendrá jamás. Porque aunque estemos amontonados en el vertedero, rodeados de otros que también han perdido ya cualquier función, podemos levantarnos y volver a encendernos, rebelarnos contra el fabricante, el sistema que nos arrojó a la basura, y demostrarle que puede controlar objetos, pero no personas.
Aunque claro, ese botón no es difícil de encontrar. Ni de pulsar. A lo largo de su vida mucha gente lo encontrará pero retirará el dedo, temerosa de las consecuencias.
Pero debemos hacerlo. Porque como los enormes vertederos que asolan el planeta y destruyen el Medio ambiente, la destrucción de nuestra libertad será algo que nuestros hijos no nos perdonarán jamás.
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